Escupir en la tumba

domingo, febrero 22, 2015

Escupir en la tumba

María A. García de la Torre

En un país como Colombia, con una dolorosa tradición de violencia, es común presenciar la ausencia de compasión y de un respeto mínimo por el dolor ajeno.

Sentado junto al ataúd de su hijo, con la mirada perdida, hace un esfuerzo por no derramar lágrimas. Su pequeño Gabriel, de solo 19 años, yace allí dentro, y en breve tendrá que despedirse de él. No volverá a oír su voz ni a encontrarse con su mirada.

Decenas de personas entran y salen de la sala de velación, es necesario habilitar otra sala para dar abasto. A Antonio Navarro Wolff lo respetan desde que hace 25 años hizo parte del acuerdo de paz entre el Gobierno y el M-19. Su carrera política ha estado, desde entonces, dentro de los márgenes de la legalidad.

Navarro Wolff es el ejemplo andante de que sí puede haber reconciliación tras la reintegración a la vida civil de un miembro de un grupo guerrillero. Es la prueba –como lo es también el actual alcalde de Bogotá, Gustavo Petro– de que los diálogos con las Farc sí pueden abrir un espacio político para todas las orillas políticas en el Congreso y no en el monte.

Hoy, Antonio Navarro Wolff es senador de la República. En estos días, andaba manejando un taxi para comprender los intríngulis laborales de ese trabajo. Pero la muerte abrupta de Gabriel fue un sacudón brutal que puso ese y otros proyectos en un segundo plano, hasta tanto pudiera recuperarse de esa cruel prueba del destino.

Las manifestaciones de afecto han sido cuantiosas y Navarro así lo ha dicho y agradecido. Pero también ha habido reproches de contradictores que, escudados en el anonimato –como un Doctor Fausto, de Twitter–, o legitimados en calidad de opositores políticos –como Saúl Hernández–, optaron por un camino distinto.

En el primer caso, el anónimo Fausto afirma que el senador usó el suicidio de su hijo como publicidad política. Y Hernández le reprocha a Navarro Wolff dolerse por la muerte de su hijo, pero no por las víctimas del M-19. Ellos decidieron no ofrecerle una mano a su oponente al verlo doblegado de dolor. Dirán que en la arena política todo se vale y que justamente los momentos de vulnerabilidad son ideales para dejar en claro las críticas que se tengan.

Y no están solos. Hay muchos que consideran legítimo considerar al opositor como un concepto –y no como un ser humano– que puede atacarse a mansalva. Esas personas también tienen por sistema expresar sus ideas y no dar mucho espacio al otro para exponer las suyas. Les gusta el sonido de su propia voz.

Estos hombres que consideran válido cualquier momento para expresar sus opiniones, sin importar las repercusiones, han existido desde el principio de los tiempos. Y poco a poco la sociedad ha aprendido códigos de respeto, de honorabilidad, que muchos han acogido, pero que ellos han decidido seguir ignorando.

Para esos hombres, como el que se esconde detrás del seudónimo de Fausto o como Hernández, el mundo está hecho a su medida y los que no comulguen con sus ideas no merecen respeto ni compasión.

En un país como Colombia, con una dolorosa tradición de violencia, es común presenciar la ausencia de compasión y de un respeto mínimo por el dolor ajeno. Prevalece la sed de la victoria belicosa por encima del sentido de comunidad y de hermandad.

Y así, hijos de tiempos belicosos, muchos desprecian la honorabilidad y se lanzan a la yugular de su enemigo político a la menor oportunidad. Muchos otros ven en la violencia una razón poderosa para, justamente, cerrar ese brutal ciclo de violencia y deshumanización.

Cada cual es dueño de sus actos y debe decidir si tenderle la mano a un hombre que entierra a su hijo, o escupir en la tumba e irse.

María Antonia García de la Torre

Share this

Related Posts